Hay un Dios que se ríe de las telas adamascadas,
de los altares, del incienso, de los grandes cálices de oro;
un Dios que con el balanceo de los hosannas se duerme...A. Rimbaud
de los altares, del incienso, de los grandes cálices de oro;
un Dios que con el balanceo de los hosannas se duerme...A. Rimbaud
Orinar es un placer. El menos costoso de todos los placeres. Sólo basta beber agua, esperar un poco y, listo, uno se halla en el cuarto de baño orinando. Además, si tomamos en cuenta que el agua la bebemos para satisfacer una necesidad fisiológica: la sed, el gasto se reduce a nada; es maravilloso, no gastamos para sentir el placer de orinar.
Una vez me contaron que Rimbaud se orinó en la academia de poesía francesa. Me pregunto si le causaba placer orinar ahí o ver las caras de los poetas al sentirse orinados. Luego leí que “orinó en todos los cuerpos, en la boca de su madre y en el meadero devastado de la muerte”. Al parecer Rimbaud se sentía fascinado con la idea de ir orinando por la vida; es más, se sentía tan orgulloso de su orina que la mostró al público y cruzó el umbral de la inmortalidad orinando a los conservadores de las formas poéticas.
En estos momentos caigo en cuenta, que orinar no es sólo un placer, ya Aristipo, alumno de Sócrates, había señalado que “el mayor bien es el deseo”. Rimbaud no sólo orinaba por el placer físico de sentir cómo el orín iba abandonando su cuerpo, también (y con más carga emotiva) lo hacía por el deseo de orinar la aburrida vida de los demás. Es un acto revolucionario... Epicúreo fundó alrededor del año 300 a. de C. la escuela filosófica ateniense que deriva de su nombre: Los Epicúreos. Desarrollaron la ética del placer de Aristipo y la combinaron con la teoría atomista de Demócrito. Decían que “era importante que el resultado placentero de una acción (aquí entiéndase orinar) fuera evaluado siempre con sus posibles efectos secundarios” (las caras de los poetas asustados ante el orín de Rimbaud).
Sería imposible saber si Rimbaud había hecho los cálculos del efecto que le traería liberar su placer de orinar en plena academia. No creo que los biógrafos puedan reconstruir la mente del poeta francés y menos para sacarme de mi estúpida duda, ya Rimbaud es un infierno en cualquier cielo que se plante.
¿Por qué aseguro que el orinar, a parte de ser un placer, puede convertirse en un acto revolucionario? ¿Recuerdas a Azorín? Aquel escritor español que creara la denominación de “generación del 98”, donde entraba si no mal recuerdo aquel creador de Nivola que tanto te gustaba. Hablo en pasado porque tiene tiempo que no platicamos del tema e ignoro si tus gustos hayan cambiado. Por lo menos allá en el pasado tengo la seguridad de que te gustaba la “Oración fúnebre por modo de epílogo” que decía el buen Orfeo, el perro de Augusto. Pero no iba a eso, te trataba de explicar por qué es revolucionario orinar la academia (¿por qué ni tú ni yo nos orinamos un día en la clase de literatura, allá con Milán? Creo que nunca fuimos revolucionarios), ¡ah!, pues Azorín escribió la historia de otro perro, a diferencia de Orfeo, éste no tenía nombre, más bien pertenecía a la masa homogénea que odiaba a los burgueses. Además era cojo, el progreso le costó una pata. Cuenta que antes los perros podían descansar en las calles mientras pasaban las carretas, hasta que llegaron los automóviles y los perros callejeros tuvieron que aprender a lidiar con ellos.
Tengo aquí a la mano el libro. Te transcribiré la historia resumida a sus dos párrafos más importantes: “Un día... ¿Qué creerá usted que hice? Pues un día entré en un gran edificio, y sin que me viera nadie comencé a orinar. Sí, señor; me oriné en lo que yo creía que era el origen de todo el mal social. Me oriné en la sucursal del Banco de España. El capital; ésa es la raíz de todo; el capital, eso es lo que hay que atacar. Yo al orinarme en la sucursal del Banco de España, realizaba el acto más revolucionario que podía realizar”. Claro está que este pobre animal no imaginaba, mientras hacía la revolución y orinaba con placer, no fisiológico sino emocional las paredes del lujoso edificio, el destino que Azorín y el capitalismo le tenían preparado.
Una mañana, el perro se levantó con más valor que nunca, atravesó el zaguán del edificio, subió las escaleras del Banco de España y, desde lo alto orinó. Estaba en plena acción cuando sintió que una mano le acariciaba el lomo. “¡Hombre, un perrito cojo!”, le decían. Era el director del Banco quien se compadeció del perro, lo subió a su auto y se lo llevó a vivir con él. Pero este perro tenía espíritu revolucionario, no cambiaría su ideología por unos cuantos huesos y una cama suave. No, señor; para vencerlo era necesario aplastarlo. Su orina le mantenía el ego hasta las estatuas de Lenin en el oriente europeo (jamás se hubiera atrevido a orinar los zócalos rusos). Así que el perro se escapó de la casa del Director del Banco y comenzó a vagar de nuevo por las calles de la ciudad orinando en cada poste y en cada esquina que el capitalismo se lo permita. Y antes de ir en busca de una pulguienta perra, nos dice: “Aprendí entonces una verdad que yo ignoraba; aprendí que, cuando no se tienen medios para hacer la revolución, todo lo que se haga es como orinar en las paredes del Banco de España”.
Será que nosotros no hemos sido revolucionarios porque no tenemos idea de qué revolución queremos...
Poeta precoz
“Ayer, si no mal recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde corrían todos los vinos. Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié”. Arthur Rimbaud es un poeta precoz del cual se “ha dicho todo y todavía más”. Pertenece a los hombres, al igual que Nietzsche o Nerval, que han mostrado la cara escondida de la realidad humana. Su obra fue escrita entre los diecisiete y los veintiún años. Fue rebelde, con locura procurada, camino rápido de drogas sembrado, representante infinito de los Simbolistas franceses, instantes poéticos resplandecientes que desembocan irremediable e inmediatamente en el vacío.
¿Cómo comprender a Rimbaud?, ni sus traductores ni sus biógrafos lo han conseguido. Es un mar lleno de angustia por el que navega su barco ebrio. Ya decía René Char, en 1956, “si yo supiera lo que es Rimbaud, sabría lo que es la poesía y no tendría por qué escribirla”. Aventurarse a hablar sobre Rimbaud, es sólo eso, una aventura. Uno corre el peligro de errar y caerse, he ahí lo emocionante de sus letras.
Su camino literario comienza con El Barco Ebrio, poema que escribe al escapar de casa atraído por la Comuna de París. Con él se convierte en uno de los máximos representantes del simbolismo, e inicia una relación tempestuosa con el poeta Paul Verlaine.
Los poetas malditos: Verlaine, Mallarmé y Rimbaud, seguían los pasos de Baudelaire y Allan Poe, juntos y separados forman la revelación contra el naturalismo y el lirismo romántico. El simbolismo se vinculó al misterio y la esencia espiritual de los objetos y de los seres, y trataba de dar unos equivalentes plásticos de la naturaleza y del pensamiento. Se escribió en versos flexibles, musicales y portadores de significaciones indefinidas. Los simbolistas rompen con la métrica de la academia, ahí encontramos a Rimbaud orinándose sobre los poemas medidos.
“La tempestad ha bendecido mis despertares marítimos.
Más ligero que un corcho he bailado sobre las olas
a las que llaman rodadoras eternas de víctimas,
¡diez noches, sin añorar el ojo memo de los faros!
Más dulce que para los niños la carne de manzanas ácidas,
el agua verde penetró en mi cáscara de abeto
y de manchas de vinos azules y vómitos me lavó,
dispersando timón y razón... "
Rimbaud asombrado por el mundo parisino, aquellas luces nocturnas que envolvían el alma de Baudelaire, grita a los cuatro vientos que “hay que ser absolutamente modernos”. Con esto dejaba atrás su infancia pueblerina de las villas de Charleville y a su madre represora de sus más profundos deseos. ¿Qué era yo en siglo pasado?, se pregunta. Sólo hoy puede encontrarse, en un espacio donde la ciencia es el camino: “¡Oh la ciencia! Todo se ha retomado. Para el cuerpo y para el alma –el viático- se tienen las medicinas y la filosofía, los remedios de buenas mujeres y concertadas canciones populares. ¡Y las diversiones de los príncipes y los juegos que prohibían! ¡Geografía, mecánica, cosmografía, química!... La ciencia, ¡la nueva nobleza! El Progreso. ¡El mundo camina!...”.
Ahora está maldito, su patria lo horroriza, está llena de revoluciones sociales y no tecnológicas, prefiere un sueño, completamente borracho, sobre la arena. Está preparado para la perfección, piensa en develar todos los misterios de la farsa en que se vive, es un maestro en fantasmagorías. Sabe que hay que reinventar la vida, esta ¡perra vida! Porque la verdadera está ausente, por eso hay que ser absolutamente modernos.
Rimbaud es duro en sus juicios “era tan frívolo que le dije: Te comprendo”, opina junto con Nietzsche que la moral es la debilidad del cerebro. Se aparta de la religión y juega con Dios. “Nada es vanidad: ¡A la ciencia y adelante!, grita el Eclesiastés moderno, es decir todo el mundo. Y, sin embargo los cadáveres de los malvados y los holgazanes caen sobre el corazón de los otros... ¡Ah rápido! ¡Un poco más rápido! Allá abajo, más allá de la noche, las recompensas futuras, eternas... ¿serán nuestras?”. La velocidad corre por sus letras, la velocidad de aquellos bulevares parisinos.
A los veintiún años no puede ya soportar lo escurridizo de su vida. Cuatro años de intensa modernidad lo han asustado y desgastado. El poeta que “ha nacido para rey trabajando por dinero”. Abandona para siempre la literatura, cree haberlo dicho todo, y no se equivoca: “¡Debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! Bella gloria de artista y narrador”. Ya era considerado un genio, no había rincón ni prostíbulo de París donde no le conocieran. Opta por la aventura, se enlista en el ejército colonial holandés, después fue marinero en un barco mercante e intérprete de un circo ecuestre. Consiguió un trabajo de capataz en Chipre, se hizo explorador en Etiopía, en Somalia y traficante de armas en Harar. Afectado por un tumor en la pierna derecha, fue hospitalizado en Marsella en 1891, donde le amputaron ese miembro y murió pocos meses después, a la edad de treinta y siete años. “Entonces, oh pobre y querida alma, ¡la eternidad no estaría perdida para nosotros!
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